sábado, 1 de junio de 2013
Texto Argumentativo
¿HOY EN DÍA SE GANA ECONÓMICAMENTE LO
QUE SE MERECE?
Hay
un fenómeno típico de la cultura contemporánea que no logro entender: que
ciertas personas con talentos elementales conquisten la atención y la
reverencia de las multitudes, que ganen (por consiguiente) cifras exorbitantes
cada mes, y sobre todo, que a su lado pasen completamente inadvertidas personas
con méritos muy superiores.
Me
explico: un cantante de rock gana muchísimo más y es mucho más famoso que un
gran médico. Un buen tenista se gana en una final de Grand Slam lo mismo que le
da a un premio Nobel de física o de química por el trabajo de toda su vida y
más de lo que se gana un profesor en toda su carrera universitaria. O un
ejemplo más cercano: una cantante como Shakira (con talento, sin duda) es más
famosa y gana en un mes lo que se gana en diez años un compositor serio de
música, no digamos culta ni clásica (que se ofenden), sino simplemente más elaborada,
compleja y más difícil de componer.
No
caigo en la trampa de creer que una persona vale según lo que gana, pero en un
mundo dominado por el mercado, donde el patrón del éxito se mide sobre todo en
dólares, señalar el factor de los ingreso es ineludible. Y el gran negocio del
espectáculo (en el que los empresarios se ganan millonadas) ha destruido por
completo la relación que idealmente debería existir entre mérito y recompensa. La
cultura contemporánea, dominada por los medios de comunicación masiva y por los
gustos fáciles y caprichosos de las multitudes, tiende a glorificar; a convertir
en ídolos, a figuras apenas mediocres. Una actriz de telenovela, que tuvo la
suerte de ser dotada por la naturaleza o por el cirujano plástico de una nariz
perfecta o un pecho rebosante, es tratada en las revistas como si fuera una
diosa. Pero esa misma revista, salvo rarísimas excepciones, jamás se ocuparía
de una bióloga que salva vidas humanas o de un geólogo que previene desastres o
de un historiador que logra ver más allá de lo puramente anecdótico. Un
futbolista con buen amague de cintura recibe más aplausos en un minuto que un
gran matemático toda la vida o que un misionero después de treinta años de
sacrificios en la selva. Ya sé que el matemático y el misionero no están
esperando aplausos y que el premio para ellos consiste en superar sus propios
retos o en ayudar al prójimo y conquistarse el cielo, pero no deja de ser
injusto. También son ridículos los precios que alcanzan algunas obras
artísticas, sin relación alguna con el talento, el esfuerzo y ni siquiera con
la calidad. La fama de unos pocos escritores y pintores puede ser merecida,
pero es también desmesurada si se la compara con el casi absoluto anonimato de
otros creadores no menos importantes. Gracias a cierta vanidad alimentada por
los negociantes (agentes literarios, corredores de arte, editoriales,
galeristas, etcétera), también su fama llega a los estúpidos niveles de la
farándula. Mientras tanto, las personas que realmente transforman y mejoran
nuestras vidas, un inventor, un biólogo, un ingeniero nuclear o un matemático,
arrastran una existencia anónima, gris, silenciosa y casi siempre solitaria.
Todo el mundo conoce el nombre de diez actrices, de tres tenistas, de ocho
cantantes, de once futbolistas, ¿pero cuántos de nosotros sabemos los nombres
de siquiera tres científicos de nuestros días? Es mucho más probable que sepan
los nombres de cinco escritores o de cinco pintores, pero no de las personas
que han mejorado definitivamente nuestros trajines cotidianos con vacunas, electricidad,
motores, aviación, teléfonos, computadores... Incluso los mismos inventos que han
posibilitado esta cultura de masas (radio y televisión) son creaciones casi anónimas,
cuyos héroes son desconocidos para la mayoría. Como si los seres humanos no
fuéramos capaces de distinguir lo verdaderamente importante, como si nos
quedáramos en lo superficial, en la bulla, en el espectáculo, en los colorines
de la farándula.
Definitivamente,
no logro entender estas aberraciones de la cultura de masas contemporánea. Aunque
reconozco que puede ser pura envidia. Pero, eso sí, envidia no en el sentido de
“pesar por el bien ajeno”, sino más bien de pesar por el poco bien que se les
hace (o se les reconoce) a otros que se lo merecían mucho más. Aunque, pensándolo
bien, nadie se merece esa idolatría que reciben en estos tiempos las estrellas
de la farándula.
Por: Jonathan Bustamante Buitrago.
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